Prometí que si sacaba un hueco esta semana alargaría un poco más el relato que comencé el otro día. 🤓
Y aquí lo tenéis. Queríais saber más cositas de la chica del confinamiento y he intentado que me cuente algo más.
Espero que os guste.😘
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“África”
(2)
Odio cocinar. Quizá odiar no es la palabra pues entiendo que la cocina es un arte y como tal a veces, solo a veces, me resulta relajante. Sin embargo, cocinar en contra de mi voluntad está convirtiéndose en algo muy desagradable.
En eso pienso mientras aparto las lentejas del fuego y las dejo reposar unas horas antes de servirlas.
Hoy me he levantado más temprano que otros días. Otra noche más sin dormir…
Suspiro y bostezo al mismo tiempo.
De repente, recuerdo las palabras que me dijo mi hijo Julio anoche en el baño cuando le jabonaba la espalda despacio.
—Mámá, ¿papá cuándo se va a ir a trabajar?
—¿Por qué me preguntas eso? ¿Tú quieres que se vaya? —le interrogué escudriñando su mirada.
Él sujetaba en sus manos un muñeco de Martín. Se quedó contemplándolo unos segundos en silencio sin atreverse a mirarme. Luego asintió.
Le pellizqué la barbilla con mimo.
—No debes sentirte mal por pensar eso, cariño. Papá estos días está un poco más nervioso, pero en cuanto regrese al trabajo se le pasará.
Hize una pausa buscando el modo de tranquilizarlo.
—Él nos quiere mucho —añadí.
—A ti no —respondió tras unos segundos, con una seguridad aplastante sumergiendo el muñeco de goma bajo el agua.
En la tele solo emiten noticias sobre la pandemia. El número de fallecidos ha bajado, pero aún me sigue pareciendo una barbaridad que mueran casi quinientas personas al día. Tengo que apartar esos datos de mi mente para continuar con mis tareas, sin que la inquietud y el miedo me dominen.
Me dispongo a hacer las camas y a poner una lavadora.
Él está en el salón, ocupando el que es su lugar sagrado: su escritorio. Situado junto a la terraza. Tiene los cascos puestos y se supone que teletrabaja.
En su trabajo sus compañeros y clientes le adoran. Es excelente en su séctor. Hace cuatro años que lo ascendieron de puesto. Pasó de ser interventor en la sucursal bancaria a director en muy poco tiempo.
Me pregunto qué responderían muchos de sus compañeros si les dijera que esa persona no es quien ellos creen. Si les contara que tiene dos caras. Que en la calle es educado y cortés. Que es un anfitrión maravilloso cuando nos visitan los amigos en casa, que en presencia de mi familia siempre intenta parecer un padre perfecto, pero que en realidad es un monstruo disfrazado de banquero y ciudadano ejemplar.
Qué pensaría toda esa gente si oyera lo mismo que oye mi vecina Carmen, cuyo salón está pegado al mío. Qué pensarían los demás vecinos, aquellos que le respetan y admiran. Claro que ellos no escuchan lo que Carmen. Ella sí que lo tiene calado.
Hace poco, antes de que esto del confinamiento comenzara, le pregunté a mi marido en mitad de una discusión si no le resultaba agotador fingir constantemente ser una persona que no es. Él sonrió con malicia.
—¿No te resulta agotador a ti ser una puta inútil, sin estudios, y que ni siquiera sabe hacer un huevo frito?
Aquello lo dijo sin gritar, mirándome a los ojos y levantándose de la mesa, dejando su plato intacto solo porque la yema del huevo no estaba perfecta como él exigía.
Y no, no es cierto que yo sea una inútil. De eso soy consciente, aunque en ocasiones dude de mis capacidades. Pero sé que poseo formación y muchas virtudes.
Hasta que Martín nació, regentaba mi propia peluquería. Un negocio que monté con la ayuda de mis padres y que, a pesar de las dificultades que conlleva ser autónoma, me otorgó satisfacciones económicas y personales. Sin embargo, cuando mi segundo hijo llegó al mundo, todo cambió. Intenté conciliar la vida familiar con la laboral, pero él me convenció de que estar en casa con mis dos pequeños era lo mejor para mí. Y lo cierto es que yo deseaba justo eso. Quería estar con ellos, vivir la infancia de ambos en primer plano y no perderme ni un segundo de esta etapa.
Ahora desearía no haber traspasado mi negocio a una de mis empleadas. Desearía no haberle escuchado cuando me dijo que con su sueldo y mis ahorros viviríamos perfectamente. Desearía haberle ignorado cuando me aseguró que sería mucho más feliz en casa. Que mi madre ya estaba mayor para ocuparse de sus nietos y que aquella era mi responsabilidad.
Ahora codicio huir de esta cárcel con ellos. Pero he sido una imbécil. Puse mi dinero en nuestra cuenta común y él controla cada céntimo que saco de ella. Controla el fondo de pensiones de mis padres y los movimientos bancarios de toda mi familia.
Mi amiga Andrea me propuso la semana pasada mudarme a su casa, cuando le conté nuestra última discusión.
—No tienes por qué soportarle ni un minuto más. Coge a los niños y vente para acá. Nos las apañaremos.
Pero no puedo hacerlo. Ella es asmática y su médico de cabecera le ha advertido que este maldito virus es letal con aquellos que padecen patologías respiratorias. De hecho, es enfermera y ni siquiera puede trabajar. La mandaron a casa cuando el hospital en el que trabaja comenzó a desbordarse. Así que no la pondré en riesgo. Ni a ella ni a mis padres.
Mientras estiro las sábanas, me consuelo en silencio susurrando que ya queda un día menos para que esto acabe. Hoy, incluso con falta de sueño, veo el futuro con más nitidez.
Las palabras de mi hijo Julio aún siguen repitiéndose en mi cabeza.
Sé que debo tomar una decisión. Sé que abandonarle va a ser mi ruina absoluta, pero aún así la certeza de que puede ser posible continuar mi vida sin él me produce una sensación esperanzadora.
Me quitará la casa e intentará arrebatarme la custodia de los niños. Puedo casi afirmarlo porque esa fue su amenaza hace solo una semana. Unas horas después se disculpó y me rogó que no le tuviera en cuenta ese comentario. Dijo que el encierro lo estaba volviendo loco y que debíamos procurar discutir menos. Dijo que no hablaba en serio. Pero yo sé que es capaz de eso y de más.
Suspiro ahuecando las almohadas. Las voces de Martín y Julio me llegan desde la otra habitación. Están jugando. El pequeño es mucho más nervioso y pícaro y, aunque discuten bastante, también se entretienen muchísimo juntos.
Son las doce de la mañana todavía. Las horas son eternas aquí dentro. Una rutilante luz invade la mitad de mi dormitorio y reflexiono sobre lo mucho que anhelo cosas sencillas, como salir a pasear con mis hijos o sentarme en una terraza con Andrea a tomar un café. Añoro las tardes en el parque con las otras madres y el bullicio desenfrenado de Madrid.
Detesto la luctuosa calma de las calles y la imposición de las barajas cerradas.
Ansío abrazar a mi madre, comerme a besos a mi padre y las largas conversaciones con mis hermanos.
Echo tanto de menos la normalidad que a veces creo que mi corazón no podrá resistir otro día.
Cuando la pena me colapsa la garganta, decido escuchar un poco de música. Mi móvil descansa desde la noche anterior en la mesita de noche. Lo cojo con la intención de conectar los auriculares y volver a oír esa canción de Vetusta Morla, pero entonces mis ojos se dirigen a la puerta. Él está ocupado. Puedo aprovechar y echar un vistazo a Facebook.
No hablo con el vecino de enfrente desde hace varios días. Desde que decidí que enamorarme de otra persona en esta situación podía complicarlo todo mucho más.
Le expliqué que no quería continuar con aquello. Que no me apetecía una aventura virtual. Que quizá a él le venía bien el entretenimiento que supone enviarnos mensajes, pero que a mí me provocaba malestar. Y no tiene nada que ver con el hecho de serle infiel a Esteban, sino con el convencimiento de que ese chico me gusta mucho y su situación es muy diferente a la mía.
Busco su perfil y ojeo de nuevo sus fotos. Hemos hablado mucho por messenger pero aún no he aceptado su solicitud de amistad. Él sabe el porqué.
Su fotografía de portada muestra una bonita panorámica del skyline de Nueva York. En la de perfil aparece riendo con una gorra de Los Angeles Lakers y un polo celeste que le sienta de maravilla. Intuyo que la fotografía fue tomada también en Nueva York, ya que por el paisaje que se divisa tras él reconozco Central Park.
Me pregunto con quien realizaría ese viaje y la curiosidad me causa unos celos incontrolables.
A continuación me siento en la cama y curioseo la poca información que muestra públicamente. Tan solo su fecha de nacimiento y su localidad. Es nueve años más joven que yo. Es decir, el doce de diciembre este guapo madrileño llamado Mateo cumplirá veintinueve añitos.
Eso, que tiene la sonrisa más bonita de la tierra y que a menos que lo vea de cerca no sabré el color de sus ojos pues en la imagen aparece con gafas de sol, es cuanto puedo descubrir en su Facebook.
Aún tengo en mi cabeza la expresión de Andrea cuando le mandé esa misma foto por wasap.
«¡Madre mía con el yogurín!»
Ahora contemplando su rostro, me oigo murmurar lo mismo.
Reviso la bandeja de entrada y descubro que tengo un nuevo mensaje. Es de él.
El pulso me tiembla y el corazón me bombea a un ritmo imposible.
«Necesito urgentemente una peluquera. ¿Conoces a alguna? Pago bien».
Parpadeo sorprendida. El mensaje es de ayer. Respondo de inmediato.
«¿Cómo sabes que soy peluquera? Nunca te lo he dicho.»
«Sé muchas cosas de ti.»
«¿Ah, sí? ¿Qué más sabes?»
«Es broma. No sé nada. Lo he leído en un comentario de tu foto de perfil. Pero me gustaría saberlo todo.»
«Ya te he dicho que no podemos seguir hablando.»
«Entonces, ¿por qué me respondes?»
Martín y Julio continúan jugando. Uno de los dos vocifera algo y presiento que están peleando de nuevo. No obstante, me quedo donde estoy.
«Llevas razón. Es culpa mía. Pero es que temo que esto se me vaya de las manos.»
Permanezco quieta mientras veo que él teclea.
«Una mujer que se llame África no puede temer a nada.»
Lo imagino pronunciando mi nombre en alto, dejando escapar cada sílaba de sus labios y el vello se me eriza.
«¿Y eso por qué?»
«Porque ese nombre lleva implícito mucha historia. África es el tercer continente más grande del mundo. Es una tierra que ha sobrevivido a devastaciones como la esclavitud y aún sobrevive a calamidades constantes. Una mujer que lleva el nombre de esa tierra no debería temer a nada.»
Estoy tratando de asimilar lo que acabo de leer cuando la puerta se abre y Esteban entra en la habitación con gesto iracundo. Reacciono de un modo sospechoso. La sonrisa que pintaba mi rostro se esfuma de repente y el móvil casi se me escapa de las manos.
—¿Qué coño te pasa? ¿Estás sorda? ¿No estás oyendo a los niños pelearse?
—Ahora voy —respondo poniéndome en pie.
—¿Con quién hablabas?
—Con Andrea, está fatal con el asma. Me tiene muy preocupada. Teme haberse contagiado —improviso con diligencia.
Él me clava su mirada durante unos segundos eternos.
—No caerá esa breva —murmura al instante siguiente alejándose y dejándome claro una vez más que odia a mi mejor amiga.
—¡¿Qué has dicho?! —me oigo gritando.
—He dicho que hagas algo y te ocupes de los niños. ¡Que con este jaleo no hay quien trabaje, joder!
Cierro los ojos y respiro profundamente. Sé que si digo algo más no podré parar y mis hijos presenciarán de nuevo una bronca terrible.
Apago el teléfono y me dirijo al dormitorio de los pequeños.
A pesar de la frustración, en mi mente las palabras de Mateo son un bálsamo alentador.
«Una mujer que lleva el nombre de esa tierra no debería temer a nada.»
Leer el fragmento siguiente (3)
Me encanta….. Ayyy Mateo y África 😍😍, creo da para mucho esta historia, te animo a continuarla.
Muchas gracias, Pilar! La continuaré un poco más jeje. Besazos
Pero cómo nos dejas así???? Jajaja
Reconozco que me he sonrojado cuando ha entrado su marido en la habitación…
Qué grande eres amiga!
Muchas gracias, Juan jejeje
Espero que esto siga y no nos dejes con la miel en los labios 😘😘😘
Lo alargaré un poco más, Noe, jeje. Pero es un relato. Un besazo y mil gracias.