La chica del confinamiento quiere contaros algo más. A menudo habla con su vecino de enfrente. 🤓
Espero que os guste.😘
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“La chica de mi ventana”
(3)
«El otro día le hablé de ti a mi mejor amigo.»
«¿Ah, sí?»
«Sí, le he dicho que me trae loco la chica de mi ventana.»
«¿Y qué te ha dicho?»
«Dice que tengo mucha suerte. Que él la única ventana que tiene en su casa da a un patio interior y que enfrente vive una anciana alemana hippie y nudista.»
Sonrío como una boba.
Este es el tercer día que Esteban se marcha a trabajar a su sucursal y siento que al fin puedo respirar. Mi rutina ahora me resulta relajante. Desayuno tranquila, hago las tareas del hogar a mi ritmo y mis pequeños incluso pelean mucho menos.
Claro que todo varía a las tres de la tarde cuando mi marido regresa.
«Tampoco se puede quejar. Seguro que no se aburre.»
«Dice que ha intentado hablar con ella en un par de ocasiones, pero que es imposible. Que no entiende ni papa de español.»
«Bueno, dile de mi parte que esta es su ocasión para aprender un nuevo idioma.»
«Se lo diré.»
Contemplo la pantalla del móvil esperando a que escriba algo más, pero debe estar ocupado porque no dice nada.
Mis hijos desayunan en la mesa de la cocina, mientras ven en el iPad un capítulo de una serie infantil que les encanta. Yo permanezco de pie, apoyada en la encimera.
El sol que entra por la ventana les ilumina sus inocentes rostros. Me muerdo una uña consciente de que lo que estoy haciendo no está bien. ¿O sí?
Espero unos segundos, y por primera vez soy yo la que toma la iniciativa.
¿Y qué más le has dicho a tu amigo?
Ahora está escribiendo y debe ser extenso porque la espera se me hace eterna. Al cabo de un minuto leo:
«Me gustaría contártelo por teléfono. Quiero oír tu voz.»
«No puedo darte mi teléfono. Es… demasiado arriesgado.»
«Solo te llamaré cuando tú me lo digas. Luego puedes bloquearme si quieres.»
No respondo. Tan solo recapacito. Observo a Martín sonreír por una de las escenas del capítulo. Se pone la mano en la boca y echa la cabeza hacia atrás. Me encanta cuando se ríe de esa manera.
Lo último que quiero en este mundo es dañar a mis hijos. Esteban es despreciable, pero a pesar de todo sé que mis pequeños lo quieren y el simple hecho de plantearme el divorcio me produce mucho dolor.
Sin embargo, desde que estoy aquí encerrada han sucedido muchas cosas. Andrea dice que esta era la prueba de fuego. Que sabía de sobra que Esteban bajo presión sacaría a relucir su lado más oscuro y repulsivo. Y sí, no se ha equivocado en nada.
Ese hombre no me ama. Ahora lo he comprendido. Su manera de mirarme o de dirigirse a mí evidencia que no me soporta. Y juro por Dios que he intentado comprenderle, que he tratado de justificar su comportamiento durante años, culpando su implicación en el trabajo y la presión a la que se haya sometido en la sucursal bancaria. Pero no. Nada puede disculpar que me trate como si yo fuese su sirvienta. Que cada vez que entra por la puerta todo sean quejas, ofensas y feos gestos. Que los insultos vayan en aumento y que luego quiera solucionar nuestros problemas con sexo.
Admito que vivo en una espiral de toxicidad, y lo peor de todo es que me he acostumbrado a sobrellevarlo. Antes de esta locura de la epidemia, me resultaba más fácil escapar cuando las cosas se ponían muy feas, pero con el confinamiento percibo que su doble maligno se ha apoderado de él y ha acabado con el resquicio de bondad que quedaba en su interior.
La ultima vez que intentó acostarse conmigo sucedió hace dos noches. Por supuesto, me negué. De hecho, dudo mucho que vuelva a dejar que ese hombre me toque. Ante mi negativa, su reacción no fue otra que descalificarme. Dijo que ni siquiera entendía cómo se le ponía dura teniendo en cuenta que me estaba quedando en los huesos. Se burló de mi perdida de peso en estas últimas semanas, mofándose además de mis pechos, según él, caídos y blandos.
Y sí, me defendí. No me amilano ante sus ataques, pero para ser sincera, a veces nuestras broncas suben tanto de tono que ya no estoy segura de que un día de estos acabemos a golpes. Y es evidente que yo saldría perdiendo. Esteban me dobla el peso y casi la estatura.
¿Y por qué sigo aquí? Es sencillo: no puedo ir a ninguna parte. Al menos no por ahora.
Continuo acechando la pantalla del teléfono. Deseo escuchar la voz de Mateo. Quiero charlar con él, pero Julio tiene clases online en media hora y debo conseguir que Martín juegue un rato sin molestar a su hermano.
Me froto la frente.
«Está bien. Dame unos minutos.»
A Julio le divierte mucho conectarse con sus amigos de clase de forma virtual y Martín se ha aficionado a pintar con acuarelas.
Cuando al fin logro que mis pequeños se entretengan y me den un respiro, salgo a mi pequeño balcón. No sin antes, cambiarme de camiseta, pellizcarme las mejillas y aplicarme un poco de gloss en los labios. Es probable que Mateo ni siquiera se percate a esa distancia de mi aspecto, pero me da igual, solo quiero sentirme hermosa.
Justo enfrente diviso su ventana. Pertenece al edificio que hay pegado al mío. Recuerdo que la primera vez que lo vi yo tendía la ropa y él había corrido las cortinas dejando a la vista parte de la habitación. Fue una escena muy teatral. En ese instante se cambiaba de camiseta delante del armario y me pilló mirándolo. Un repentino rubor tiñó mis mejillas y aparté la mirada. En principio, no le di importancia. Tan solo me pareció un chico joven y guapo. Además, ese piso había permanecido desocupado bastante tiempo pues las persianas siempre estaban echadas. Supuse que él habría alquilado o comprado la propiedad hacía unos meses. Me sorprendí sonriendo al adivinar que mi vecino de enfrente era un muchacho bastante agraciado y atlético y con un sorprendente parecido al actor Josh Harnett. Eso fue lo que le comenté a Andrea con guasa sin imaginar que me obsesionaría con él.
Andrea me insultó entre risas. Josh Harnett es uno de sus actores favoritos. Hemos visto Pearl Harbor juntas como unas veinte veces.
Poco a poco Mateo y yo estamos transformando este ritual de ojeadas en un acercamiento peligroso.
Ahora me hallo a punto de darle mi número de teléfono para conversar con él.
Alzo la vista y me quedo encadenada a su mirada. Lleva una sencilla camiseta blanca y el pelo revuelto. Podríamos hablar a voces si quisiéramos. Por un momento estoy a punto de darme la vuelta y meterme de nuevo en casa. Pero no lo hago.
Doy un paso más hacia fuera y le mando un mensaje con mi número de teléfono. Él contempla la pantalla y acto seguido lo veo tecleando.
Respondo al primer tono. El pulso me tiembla y temo que tanta expectación acabe por desmoronarse al oír su voz.
—Hola.
—Hola.
—Me llamo Mateo —dice sonriendo como si estuviésemos empezando de cero.
El tono de su voz es suave, rajado y casi adictivo.
—Yo soy África.
—Encantado, África.
—Igualmente.
—¿Qué tal estás hoy?
—Bien. Mejor.
—Me alegro.
Sonreímos sin dejar de mirarnos.
—Me decías antes que le has hablado de mí a tu amigo.
—Así es. Le he dicho que me paso los días esperando a que un bombón llamado África salga a su balcón a tender. Que por lo que he visto en sus fotos de Facebook, y por lo que puedo ver desde aquí, tiene el cabello largo, liso y del color de un café cargado, que el tono de su piel es claro, como la porcelana, y que me recuerda a la actriz y cantautora francesa Marion Cotillard. ¿Sabes quién es?
Tomo aire.
—Sí.
—Pues te pareces a ella.
—Es guapa. Gracias.
—También le he dicho que eres de ese tipo de mujeres que está sexy incluso en pijama.
Frunzo el ceño con diversión.
—¿Existe ese tipo de mujeres?
—Claro. Son una especie en extinción. Me prometí a mí mismo que si alguna vez encontraba a alguna no la dejaría escapar.
—Guau, sin duda tienes labia —bromeo.
—¿Y tú? ¿Le has hablado de mí a alguna amiga?
—Sí. A mi amiga Andrea. Le he dicho que mi vecino de enfrente es un chico muy mono.
—¿Muy mono? ¿Solo eso? Qué decepción…
—En realidad, le dije que eres bastante mono.
—Bien, vas mejor.
—Pero tengo una curiosidad. No sé de qué color tienes los ojos. En tu foto de Facebook llevas gafas de sol.
—Sí.
—¿De qué color los tienes?
—No pienso decírtelo. Tendrás que venir a mi casa si quieres averiguarlo.
—No puedo ir a tu casa. Estamos confinados.
—Pensé que ibas a decirme que no podías venir porque estás casada.
La sonrisa que pinta mis labios se esfuma de repente.
—Eso también. Pero ahora es lo menos importante.
—Entiendo.
Un silencio largo y denso sobrevuela aquella inevitable distancia. La calle está vacía. Madrid parece una ciudad fantasma y eso que normalmente las mañanas en mi barrio son caóticas.
Un escalofrío me recorre la espalda. Sí, deseo ir a su casa. Tanto que creo estar enloqueciendo.
—No sé por qué hago esto. Es una locura.
—En la vida también hay que hacer locuras, África.
—Cuando la gente me dice eso pienso en cosas como saltar en paracaídas o nadar entre tiburones.
—¿Eso te parece más o menos loco que hablar conmigo?
Permanecemos allí estáticos, observándonos.
—Nunca he engañado a mi marido —confieso con melancolía.
—¿Consideras que esto es engañarle?
—Sí.
—No hacemos nada malo. Solo charlamos.
—Eso no es verdad.
—Pero aún así quieres seguir con esto —afirma, aunque sospecho que es una pregunta.
—No lo sé. No te conozco. Ni siquiera sé a qué te dedicas.
—No me lo has preguntado todavía.
Recapacito y me doy cuenta de que es cierto. He hablado con este chico de un montón de cosas en estas últimas semanas. A veces nuestras conversaciones han derivado a cuestiones profundas y existenciales. Le he confesado que no me encuentro bien y él sabe que vivo presa en mi propia casa. Pero nunca le he preguntado a qué se dedica.
Supongo que una parte de mí no quiere saberlo.Por ahora no necesito averiguar más sobre él. Me gusta esto. Me gusta que solo sea el guapo vecino de enfrente. Me encanta mirarle e imaginar su día a día. Me fascina esta inesperada atracción sin ruta.
No, no quiero saberlo. Al menos no por ahora.
Me he precipitado con todo en la vida y esta vez tan solo me apetece charlar con él . Sin expectativas ni pretensiones. Solo quiero dejarme llevar.
Mi hijo Martín aparece a mi lado y me rodea la pierna.
—¿Juegas conmigo, mamá? —me pregunta con aquella mirada dulce e inocente.
Meso su cabello con mis dedos y le aparto un poco de pintura de la mejilla.
—Claro —respondo.
Luego clavo mis ojos en Mateo. Él sabe que la conversación ha llegado a su fin.
—Tengo que colgar —le digo con pesar.
—¿Cuándo podré hablar contigo otra vez?
—No lo sé.
A continuación corto la comunicación y borro la llamada.
Mateo se queda quieto contemplándome. Me dedica una última sonrisa mientras cierro la puerta del balcón.
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